Nunca hubiera pensado que podría gustarle un pintauñas azul cielo.
Recordó aquellas veces en las que habían recibido en casa alguna visita, en un exceso de confianza alguien había subido los pies al sofá. Le resultaba de un desagradable que le revolvía el cuerpo. A él nunca se le habría ocurrido ir a casa de nadie y hacer semejante muestra de falta de decoro y saber estar.
Ni siquiera lo hacía en su propia casa. Él se sentaba con los pies en el suelo como le habían enseñado de pequeño.
Tampoco entendía cómo a la gente le podía gustar que le tocaran los pies. Mucho menos tocar los de otros.
Su recuerdo voló a aquella chica americana que iba a enseñarle inglés a domicilio cuando era adolescente. Solía venir con unas chanclas y se descalzaba poniendo sus pies, no demasiado limpios, sobre la silla donde más tarde se sentaría a comer algún miembro de la familia.
Cuando lo hacía, él dejaba de escucharla y no podía dejar de pensar en el gesto tan poco agradable que era. Su educación no le hubiera permitido nunca pedirle por favor que no lo hiciera.
Así era él. Discreto y observador.
Ahora observaba los pies de ella sobre el asiento del copiloto. Se había descalzado distraídamente mientras hablaba. Esos pies finos con las uñas pintadas de azul cielo apoyados en su propio coche. Sin dejar de escucharla comenzó a darle vueltas a la excusa para tomarlos entre sus manos y tocarlos. Se volvía loco pensando en las sensaciones de la última vez que lo hizo, cómo disfrutó de su tacto. Le había prometido que la próxima vez que hicieran el amor acariciaría cada rincón de su cuerpo, y se tomó su tiempo recorriendo sus pies, besándolos, mordiéndolos.
Ella sólo se descalzaba delante de él. Él solo esperaba que ella lo hiciera.
“Cómo cambian las cosas” pensó.
“O más bien… cómo algunas personas cambian las cosas. Estos eran los pies que él quería.”
Historias prestadas