Creo que una de las cosas que más nos cuesta hacer en favor de nuestra evolución, es soltar todo aquello que ya no nos aporta nada bueno.

Por un lado, nos cuesta mucho soltar ideas fuertemente arraigadas. Son esquemas mentales que creemos como verdades absolutas, según las cuales regimos nuestra vida. Las hacemos reales, las defendemos y aunque no nos funcionen, seguimos creyendo en ellas. Tiene mucho que ver con la moral, y lo que se supone que es ético. En muchos casos no las decidimos nosotros, sino que las heredamos o aprendemos de pequeños. Hay algo claro, no sólo tenemos derecho a cambiar de opinión y de forma de ver las cosas. Me atrevería a decir que tenemos la obligación de evolucionar, y dejar evolucionar al resto, aunque no cuadre con nuestras ideas. Soltarlas puede suponer un desafío importante, porque van muy ligados al «debería» y al concepto que tenemos de quiénes somos.

Por otro lado, están los miedos. Nos paralizan. Nos dicen que no podemos llegar a donde queremos, nos dan razones para no seguir intentándolo, manteniéndonos dentro de nuestra zona de confort. Y es que si no salimos de ahí, no perdemos nada. Pero tampoco ganamos.

Aprender-a-soltarAlgo complicado de entender es la resistencia a soltar el dolor, porque aferrarse a él es decir que era importante, que valió la pena o que tuvimos razones para aferrarnos. Soltar algo que nos dolió cuando ha llegado el momento de hacerlo, es responsabilizarnos de que somos libres, sin nada de lo que quejarnos y sin echar culpas a nadie. Libres de iniciar un camino más ligero.

Soltar personas. Esta puede ser la que más nos cuesta. Soltar a quien fue importante, quien hizo sentir tanto, quien acompañó, construyó, o tuvo un proyecto en común con nosotros. Puede ser una pareja, un amigo o un familiar. Quien fue años, sólo una noche, unos días u horas. Porque nos movió cosas dentro, y no hay nada que se nos aferre más fuerte que lo que nos hace movernos. Buscamos razones para no soltarlo, soluciones, cambio de estrategia, explicaciones, y un largo etcétera que nos evite dar ese paso que nos aterra y aflige. Somos especialistas en mirar a otro lado y esperar a que nos duela tanto, que no nos quede más opción que retirarnos con el corazón malparado.

¿Por qué hacerlo? Porque ya no aporta. Simplemente. Porque esperar a recuperar lo anterior, no es una espera gratis. Duele y mata lento.

En muchos casos, esto nos pasa por la necesidad de seguridad. Si aceptamos la incertidumbre, y el hecho de que no tenemos absolutamente nada seguro en esta vida, y asumimos que las cosas, personas y situaciones van y vienen sin que podamos evitarlo, posiblemente nos de miedo al principio, pero también nos liberará.

Este proceso de soltar puede parecerse a mudar de piel, desprenderse de capas que ya no nos sirven, aunque fueran tan parte de nosotros, que nos cuesta diferenciarlos de uno mismo.

No hace falta hacerlo de forma brusca, ni enfadados. Agradece amorosamente su papel en tu vida y déjalo ir.

Porque aunque soltar duela, aferrarse duele más.